viernes, 6 de mayo de 2011

SERIE DE ESTAMPAS PARA KU-KU-HAI Por Margueritte Yourcenar

VI. Serie de estampas para Ku-Ku-HaiNaciste en Florencia, la ciudad de las puntiagudas torres, de las cúpulas redondas
como un seno, de los palacios cerrados como un rostro que ya no sonríe. Naciste a orillas
del Arno amarillo y gris, de ese río tan leonado como tu pelaje, criaturita a la que un rival de
Marco Polo, al volver de sus expediciones asiáticas, pudo traer de regalo a Beatriz, junto
con un collar de jade y dos onzas de seda de China. Tú mismo eres un dragón de seda. Tu
lengua, rosada voluta, pudo lamer las manos pensativas de la Dama angélica y los senos
desnudos de Simonetta.
Aquí, en esta ciudad donde la fe luce tenue detrás de todas las cosas, como el fondo
de oro de las pinturas, animalillo de Oriente, yo te proclamo cristiano. A lomos de un
dromedario, por el camino lento de las caravanas, entre el incienso, el oro y la mirra, te uno
al cortejo de los Reyes Magos que pintó Benozzo Gozzoli para un príncipe Magnífico. Y tu
hocico no es ni más negro ni más chato que la faz de Baltasar. Durante toda la noche de la
Epifanía, acurrucado en el portal, estuviste calentando al niño Jesús. Después, un día de
pobreza, sus padres, modestos carpinteros de pueblo, te vendieron a María Magdalena que
empezaba por entonces su carrera de cortesana, ya cansada su carne y toda amasada con
amor. Tú la seguiste ladrando al festín de Simón y alrededor del lecho de muerte de Lázaro.
Dormías sobre sus rodillas durante la comida de Betania. Y bajo el árbol de la Cruz, cuando
los afeites mezclados con lágrimas resbalaban por su rostro, tú contemplaste el llanto de
aquella opulenta amante de Dios.
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Buda, tu dios, el pálido asceta de las manos abiertas, recordaba haber pasado por
todas las metamorfosis del Bestiario, tal el embrión de hombre que desarrolla
sucesivamente todas las formas animales, antes de coacretarse en su rango de feto
humano. Pero aquí, en esta vertiente más fría del mundo, el hombre se ha reservado a Dios
para él, del mismo modo que se ha reservado el universo. Aquí, sólo el pecado da derecho a
la vida eterna; sólo hay alma en la culpa y salvación en el pecado. Tú eres anterior a la
culpa. En ti teside la inocencia, tal vez la malicia, creaciones en flor antes de que el hombre
viniera a complicarlo todo. Nuestros Salvadores sólo se interesaban por el hombre, y en el
hombre, por su alma, como si fuese para ellos un mérito ser invisible. Y cuando se dieron
cuenta de que los hombres no escuchaban, se volvieron hacia Aquel que no tiene forma. Ya
no querían hombres; ya no querían una vida que sólo nos llega a través de nuestros
sentidos humanos. Querían al Perfecto, al Inaccesible, a Dios. Su Dios era el infinito al que
no limita sustancia alguna, el espacio vacío del que sustraían el universo. Esas gentes, que
suplicaban a su Dios para que les concediese un milagro, no se asombraban del milagro de
estar con vida. No se maravillaban de que la misma fuerza que piensa en el hombre, repte
en la lombriz, vuele en el pájaro o vegete en la planta. De toda la naturaleza, sólo el cielo les
interesaba. Todo lo más, hubieran consentido ver, en tus patas torcidas, en tu vientre
redondo y en tus abiertos ojos convexos, la inocente distracción de un Demiurgo que bate
su arcilla, una de las distracciones del Creador. Para los más severos, no hubieras sido más
que el perro de las Escrituras que retorna a su náusea.
Y puede que únicamente san Francisco te hubiera hecho un sitio pequeñito en su
Cántico de las Criaturas.
Tienes mil almas. Un alma olfativa, que concibe el mundo como un tejido de
perfumes. Y algunos de esos perfumes resultan extraños al olfato del hombre. Tu alma
digestiva, doblada sobre sí misma como las circunvalaciones de las entrañas, tiene el
apetito por buena conciencia. En ti como en mí se elaboran esa delicada química de los
jugos, esas misteriosas combinaciones de átomos que nos permiten existir. Con paciencia,
en silencio, tu cuerpo y el mío trabajan para vivir. Ambos somos dos pedazos de vida
compactos, separados de lo demás, que no se conocen mas que por oposición a todo.
Ambos vivimos en un cuerpo estanco, al que nada de lo de fuera toca sin hacerle gozar o
sufrir, por donde fluyen y se dividen en pequeñas ondas tibias las olas vivificantes de la
sangre. Continuamente, tú mezclas, propulsas y reprimes el flujo de imágenes, de instintos,
de sensaciones, que es para ti el universo. Y como tú, a pesar de tantas evidencias
contradictorias, yo no imagino el infinito sino concéntrico a mi corazón.
Me amas. Yo soy para ti la que abre las puertas, enciende las lámparas y puede
preparar el alimento. En ti, yo toco el fondo de cada naturaleza, el egoísmo esencial que
sirve de base a todo el amor. Solo, tú ves en mí la Omnipotente al ver en mí a la No
explicada. Cada día, lleno de meticuloso ardor, te aplicas en lamerme las manos. Pero te
irritas si las besan. Cada mañana, cuando despiertas, celebras mi resurrección porque los
ausentes son muertos para ti. Cada noche, cuando duermo, tú te acurrucas a mis pies.
Mientras me abandono a esa muerte temporal, me siento como las estatuas yacentes de las
mujeres de la Edad Media, con el doguillo familiar a sus pies. Privado del trato con tus
semejantes, tu vida repleta adormece tus instintos para gran provecho del corazón. Cuando
me miras, leo en tus grandes ojos esa religión de los débiles a quienes el miedo, la gratitud y
la esperanza hicieron un dia inventar a Dios.
Tienes antepasados ilustres. No desciendes del perro de Sirio: era un perro de caza y
tú, tímida criatura, jamás cazaste más que mariposas. Pero apaciblemente echado sobre el
arco de tus patas, girando en tus ojos graves una imagen redonda del universo, desciendes
en la décimo octava milésima generación del sapo de oro que sostiene las flautas del claro
de luna.
Cae la noche o, más bien, se extiende como una ola. La noche, dama de todas las
magias tristes, borra el tiempo y la distancia. He aquí que una luna de cristal quiebra
lentamente el cielo de jade. La luna llena pequinesa desvela su faz reluciente y redonda,
pálida como la máscara de una enamorada en el barco de flores de las noches veraniegas.
La luna derrama sobre las murallas pintadas con cinabrio, sobre los pueblos donde duermen
los fatigados coolies, sobre el desierto por donde van y vienen las caravanas, su encanto
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dulce como el zumo de la adormidera blanca. Las reinas se revuelven en su lecho y las
mendigas en su jergón. Una gota de luna tiembla como una lágrima en las pestañas de
bronce de los ídolos. Los emperadores prisioneros escriben poemas para consolarse de
seguir con vida, las cortesanas escriben poemas para consolarse del amor; los que se
aman, enlazados dos a dos como en estrechos esquifes, se deslizan por el río de la noche.
Y tú, perrito, auditor de ojos abiertos de esta magia silenciosa, miras, en la noche de cristal,
cómo palpita ese hermoso gong de plata.
Desde el fondo de tus vidas anteriores, de esas existencias ancestrales que se
transmiten con la vida, ¿cuántas veces, desde esta misma terraza clara, has mirado caer la
blanca luz de la luna? En la China azul de los Tang, el poeta Li-Tai-Po, seguido de su perro
favorito, avanzaba ebrio de vino y de tristeza; vio un día, en el estanque blanco de luna, la
pálida faz del bello astro como si fuera la cara sumergida de una mujer. Se lanzó, con las
manos tendidas; el agua le llegó a media pierna, luego a la mitad del vientre y muy pronto el
cuerpo del poeta flotó a la deriva en la noche. Y tú, perrito al que asusta la más mínima
arruga del agua, permaneces a orillas del lago, ladrando miserablemente a la luna...
La sangre, las razas, las especies, las tradiciones nos separan. Con el destino que
hizo de ti mi juguete, mi fetiche tal vez, colaboraron todos los azares planetarios. Producto
de otro mundo, delicias de otro pueblo, nos serías ajeno si algo, no sólo de lo humano, sino
de lo vivo, pudiese serlo. Y ni siquiera has tenido, como el hermoso lebrel del blasón, nada
que ver con nuestros ancestros.
Los tuyos, diminutivos de dragones, crías de monstruos, reposaron sobre las rodillas
de unos príncipes de uñas largas, tan voluptuosos que no podían por menos de ser crueles.
Velaron junto a dioses hechos hombres o quizá de hombres convertidos en dioses, desde
hace mucho tiempo aniquilados en la paz, pero que sin embargo recuerdan lo suficiente de
nuestra vida para otorgarnos su compasión. Mientras mis antepasados cazaban uros en los
bosques de las Galias, juntaban las manos bajo la gran rosa de las catedrales o lloraban a
María Antonieta, los de tu raza, nacidos en un repliegue de la Tierra amarilla, se
alimentaban de arroz al fondo de ciudades prohibidas, o dentro del equipaje de las mujeres
de Timur, atravesaban la región del abismo, el desfiladero de Pamir. Para que mi dilección
te adopte, ha sido preciso el derrumbe de la Gran Muralla y el saqueo del Palacio de
Verano. Y para que yo eleve en mis brazos tu cuerpo en continuo movimiento, fue necesaria
toda la Historia.
Vives, pero tu infancia ha muerto. La mía había muerto antes incluso de que hubieses
nacido. Pero posees ese gran don: el olvido. No sabes que existes; no sabes que dejarás de
existir. Unicamente la muerte, criaturita feliz, igualará nuestra ignorancia, pues entonces ni
tú, ni yo, sabremos que hemos existido.
Cuando yo muera, sé que mi sombra de anciana (si muero a una edad avanzada) irá
simplemente a reunirse con mi sombra de niña, con mi sombra de adolescente, pronto con
mi sombra de mujer joven, quienes ya me aguardan al otro lado del tiempo. Pero no me iré
sola. Nos llevamos con nosotros toda una serie de fantasmas: todos aquellos a quienes
amamos y que tal vez nos amaron. Muertos, una parte de nosotros sobrevive allá arriba, en
unos cuantos corazones que aún laten al oír nuestro nombre: aunque vivos, nuestra vida se
ha enfriado ya junto con las manos que no volverán a acariciarnos, se ha disuelto con los
ojos que se cerraron sobre nuestra imagen. Todos los que han perdido a alguien están, por
poco que sea, comprometidos con la muerte. Pero no hemos perdido nada. Ellos están ahí;
nos esperan donde la espera no existe. A lo largo de esa pendiente que corre fuera del
tiempo, tu sombra danzarina, perrito, seguirá de cerca mi sombra cansada. Y cuando,
golpeando este corazón exangüe que ya no me servirá para vivir pero sí para sufrir, yo
confiese a los Jueces de los muertos mi pecado de apego a las criaturas, tú dormirás, entre
los cachorros de Cerbero, arrebujado y friolero, en el regazo de Proserpina.
Un día, quiso tu ama que entrases en una iglesia. No fue en Florencia sino en
Nápoles, y unos prelados vestidos de rojo te miraron con admiración. ¿Acaso no te
asemejas a los leoncillos que sostienen el púlpito, la Palabra evidente y dura, la Verdad
hecha mármol en las iglesias de Sicilia?
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Yo no quiero, animalito de Asia, arrebatarte por más tiempo a tu raza y a tu verdadero
dios. Retorna, perro de Fo, a esas pagodas donde la sombra es como el misterio y la luz
como una sonrisa. Acuéstate a los pies del Perfecto sentado con su traje amarillo; bésalos,
esos pies color de asta, sucios del polvo de todos los caminos. Pero no le pidas nada. Ni
para ti, ni para mí, no le pidas la felicidad, porque es tarea nuestra el obtenerla y no de los
dioses otorgarla. No le pidas reposo, pues lo obtendremos algún día sin los dioses. Lame
sus grandes manos suaves, vacíadas por tantas limosnas, pero, si te habla, no le escuches.
No le escuches cuando te hable del largo sueño definirivo que debe suceder a todas las
cosas, pues la amnesia no es la justicia, y el término de nuestros males no impide que
hayan existido. No le escuches, pues la nada es sólo una ilusión como la vida; y el sosiego,
el frío de la inmensa noche que no perturbará ninguna estrella no impedirán que tantos
corazones de hombres, niños o animales, hayan latido hasta romperse.
1927*
A propósito de una nueva publicación de estas páginasUn amigo presenta por primera vez en volumen esta Serie de estampas que se
publicó hace casi cincuenta años en una revista dedicada a la reproducción fotográfica de
manuscritos autógrafos 

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