martes, 7 de junio de 2011

Elogio de las soledades. Por María Moreno

El silencio, la sinceridad se diría y la compañía que sólo logra la soledad, no constituyen una negación de las pasiones, pero sí un escape a la “prostitución fraternitaria” que atormentaba a Baudelaire


 
A veces el subrayado es tan oportuno, tan brillante, que no hace falta que llegue a constituir la unidad de una frase. Dos expresiones en El Spleen de París de Baudelaire me siguen maravillando: “tiranía del rostro humano” y “prostitución fraternitaria”. Si se me permite, las voy a hacer sonar en género. Porque sin duda la igualdad entre el hombre y la mujer no será completa si no se concede a la cierta soledad femenina el sentido de una soberanía alcanzada. En vano las brujas fueron el emblema de una soledad estudiosa volcada en la ciencia empírica que ofrece el contacto con las pruebas de la naturaleza, durante siglos el convento tanto impuso coacción como permitió libertad para el conocimiento y la crítica al matrimonio como institución y a la maternidad como destino realizados por el feminismo dejó huellas notables, la mujer desatada de la sociedad conyugal o liberada por viudez sin aspiración a reincidencia, cuando no soltera que goza los beneficios accesorios del capitalismo Sex and the city, siempre será señalada como la protagonista de un fracaso y una falta. Baudelaire es nuestro primer rebelde a la impronta de que “la comunicación es salud”, de que es preciso vencer la egoística de fantasear, planear y delirar en la intimidad y con la boca cerrada, salvo para el vino de la poesía, y así someterse a la “tiranía del rostro humano” y entrar en lo que llama “prostitución fraternitaria”. Y al hablar de los que gozan de explayarse, goce siempre ligado a la presencia múltiple de los otros, quejándose al mismo tiempo de un gacetillero que lo insta a compartir sus pensamientos, escribe: “No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran placeres iguales a los que otros sacan del silencio y del recogimiento; pero los desprecio. Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldito me deje divertirme a mi gusto. ‘Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal archiapostólico- necesidad de compartir sus goces?’ ¡Miren al sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y viene a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!” (La soledad) Y sigue a lo grande: “Recapitulemos el día: (…) Saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la rosca al director de un teatro para que, al despedirme, me diga: ‘Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo. Háblele, y allá veremos; alabarme’ -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó? Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche”(A la una de la mañana) . Si la soledad puede ser fuente de los más oscuros pensamientos, lo son más las acciones del contacto con los demás. Para Baudelaire, soledad y multitud son equivalentes: sumergirse entre los otros es irradiar una simpatía que se concede a cada uno pero que se pasa sin enquistarse ni elegir y menos reclamar. Éste ha sido el siglo del Otro -el judío, el negro, la mujer, el refugiado, el homosexual y siguen las firmas-, Levinas nos conminó a la responsabilidad ante el rostro del otro, la Revolución a la pregunta por los oprimidos, la heterosexualidad obligatoria, a la denuncia… Pero nadie dijo que el Otro era Fulana o Mengano, el que ronca a nuestro lado, el titular de la Obra Social o el acaparador del Control Remoto. Este elogio de la soledad no es una crítica a la rutina de a dos o de la familia tipo, puede serlo también de la compañía de una personalidad interesante. ¿Han probado vivir con una personalidad así? ¿Con ese incesante ruido de singularidad que aturde? ¿Con un documento viviente que, por lo general, desconoce el ritmo de los embargos y cuya propia soledad es un tabú tan grave de infringir como el del incesto? ¿Estoy invitando a renunciar a las pasiones? No, pero sí a saber hasta dónde es preciso llegar demasiado lejos (Jean Cocteau). Enamorada, mi disertación interior es chata, machacona, mezquina, ni siquiera una versión menor de las cuadrículas amorosas de Roland Barthes sino la lista de reproches de una Cisebuta. ¡Qué mal escribo mientras rumio cuando estoy enamorada! Y cuántas veces he necesitado encontrarme con el otro en cuerpo presente para estar, por fin, un poco sola y no a solas con su sombra totalitaria que es la peor compañía. Y si el enamorado es el otro ¡qué celosa me pongo! ¡Cómo comprendo de inmediato que su oratoria no me está dedicada sino a una invención de la que goza masturbándose mentalmente y cuya proyección de mí me es tan ajena como si fuera otra mujer! Me gustan las soledades hacendosas como la de Horacio Quiroga que podía fabricar una canoa perfecta, la del Guillermo Enrique Hudson que pasaba horas espiando nidos de cornejas y tomando apuntes en su cuadernito y tengo por cierto que si Violeta Parra hubiera seguido hilando sus tapices, se habría alejado del suicidio. Sin ser católica, me emociona el huerto del fraile contemplativo, casi puedo oír el aguacero en el bosque de Getsemani y, tras el vidrio de una celda solamente adornada con el parasol del maestro Zuzuki, divisar a Tomas Merton escribiendo bajo la luz temblorosa de la lámpara de todos los ermitaños: la Colman (una poética de camping la bautizó “sol de noche”). Y sin creer en que los muertos piensan en nosotros, suelo encomendarme, cuando me amenaza la tentación de la mundanidad y del cholulismo, a tres grandes solitarias: la Lilian Hellman que le enseñó a Jane Fonda a arreglar un cerco de su casa en la playa, la Marguerite Yourcenar que conversaba con sus recuerdos frente a una copita y la Patricia Highsmith que escribía cercada por la nieve de un pueblacho suizo, el teléfono desenchufado y con la sola compañía de sus gatos siameses Tunky y Jogue. Y si tengo un sueño comunitario es el de ser un perrito de las praderas, de ésos que se yerguen en el desierto, apoyados uno en el hombro del otro, pero a solas en sus mentes con un enemigo que es menos un peligro que una coartada natural para contemplar en banda la belleza del amanecer.